Religión práctica


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Lectura Bíblica: 1ª Pedro 4:12, 13

Religión Práctica.

Extraído de “Religión Práctica” de Ministerio de Curación.

Introducción.

Demasiado a menudo caemos, de forma inconsciente, en lo que se llama la religión teórica, o la religión de Sábado nada más. Somos Adventistas del Séptimo Día, exclusivamente. O dicho de otro modo, somos Adventistas el séptimo día solamente.
Alguno de nosotros nos congratulamos de además del sábado, tener alguna actividad misionera o religiosa entre semana. Es curioso cuando me descubro a mí mismo con una actitud diferente, una forma de hablar distinta, una manera de comportarme no usual, cuando estoy en una reunión de sábado, o de viernes, o incluso en una de miércoles. Puede que os suceda lo mismo, incluso si participáis en una reunión en uno de los grupos de apoyo.
Mi pregunta es, ¿qué sucede con nosotros fuera de esas horas tan específicas? ¿Somos los mismos? ¿Hablamos igual? ¿Las mismas palabras, gestos, miradas? ¿Nos comportamos normalmente de forma distinta?
Con lo dicho hasta aquí no quiero dar a entender que debemos andar todo el día como “santurrones” con la Biblia debajo del brazo, cabizbajos, o hablar en un tono “solemne”. Nosotros somos como somos, Dios nos hizo así, y es cierto que hay cosas que cambiar en cada uno de nosotros. Bíblicamente buscamos ser a la imagen de Jesús, pero no “clones” los unos de los otros. Debemos tener el carácter de Jesús, pero Dios respeta nuestra personalidad. Hermanos, somos distintos unos de otros.
El punto al que quiero llegar, para comenzar la meditación de hoy, es que confundimos la religión verdadera con una forma de “comportarse”, que no es natural. Y por no ser natural, sólo podemos “esforzarnos” en ser así unas horas a la semana. La verdadera religión, es una religión Práctica. La verdadera religión influye en la vida cotidiana de cada uno de nosotros.

Religión práctica.

Hay en la vida tranquila y consecuente de un cristiano puro y verdadero una elocuencia mucho más poderosa que la de las palabras. Es fantástico saber hablar, decir, refutar, enseñar, adoctrinar a otros, pero de nada sirve si lo que he dicho durante una hora, lo contradigo las otras 167 horas de la semana. O dicho de otro modo, tengo 167 horas en la semana para confirmar o negar con mis actos lo que he dicho en esa hora. Lo que un hombre es tiene más influencia que lo que dice.
Cuando enviaron espías a Jesús, para atraparlo en alguna de sus palabras y condenarlo, el único mensaje que los alguaciles trajeron de vuelta a quienes los enviaron fue éste: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46). ¿Sabéis a qué se debía este poder? A que Jesús vivía lo que enseñaba. Nadie pudo predicar con el mismo poder, porque nadie ha vivido como Él vivió. Si Jesús hubiese vivido de forma distinta, no habría podido hablar de igual modo. Sus palabras llevaban un poder que convencía, porque venían de un corazón puro y santo, lleno de amor y simpatía, lleno de benevolencia y de verdad.
Nuestro carácter y nuestra experiencia determinan qué tipo de influencia ejercemos en los demás. Para poder convencer a otros de la gracia de Cristo, tenemos que conocer ese poder en nuestro corazón y en nuestra vida. El mismo evangelio que presentamos a otros para salvar sus almas, debe ser el mismo evangelio que salva nuestra propia alma. Demasiado a menudo, nos quejamos de que el mundo es cada vez más incrédulo, más escéptico, y vemos que cada vez tenemos menos influencia en los demás. Sólo mediante una fe viva en Cristo como Salvador personal, es como nos resulta posible hacer sentir nuestra influencia en un mundo escéptico. Si queremos sacar pecadores de la corriente impetuosa del mundo, debemos tener los pies afirmados en la Roca que es Cristo Jesús. Si no es así, no podremos hacer fuerza para sacarlos, podremos caer con ellos, y por no caer, por miedo o por inseguridad, dejemos de hacer esfuerzos por los demás.
El símbolo del cristianismo no es una señal exterior, algo que se hace con las manos, ni una cruz que se cuelgue del cuello, ni una corona. El verdadero símbolo del cristianismo es aquello que revela la unión del hombre con Dios. El mundo no se ha de convencer por la imagen de una cruz. El mundo debe quedar convencido del poder de la gracia divina cuando se manifiesta en la transformación del carácter. Sólo así verán y entenderán que Dios envió a su Hijo para que fuese su Redentor. Ninguna otra influencia que pueda rodear al alma ejerce tanto poder sobre ella como la de una vida abnegada. El argumento más poderoso a favor del Evangelio es un cristiano amante y amable.

La Disciplina de las pruebas.

Llevar una vida así, que ejerza ese tipo de influencia en los demás, cuesta esfuerzo en cada paso que se dé, cuesta sacrificio de sí mismo y disciplina. Muchos, por no haber entendido esto, se desalientan rápidamente en la vida cristiana. Con el paso del tiempo llegamos a ser “disciplinados” solamente en ocasiones, especialmente el sábado, en ocasiones de otras reuniones, y como mucho, cuando nos cruzamos con algún hermano de iglesia entre semana. Por eso hay que entender que es un esfuerzo constante, diario, cotidiano y perseverante. No hay que hacer grandes hazañas espirituales intensivas, pues esto desgasta el ánimo y se cae en el chasqueo. Se trata más de perseverancia tranquila.
Muchos que consagran sinceramente su vida al servicio de Dios, se chasquean y quedan sorprendidos al verse como nunca antes frente a obstáculos, y asediados por pruebas y asuntos que los dejan perplejos. Piden en oración un carácter semejante al de Cristo y aptitudes para la obra del Señor, luego se hallan en circunstancias que parecen exponer todo el mal de su naturaleza. Se revelan entonces defectos cuya existencia no se sospechaban.
Hermanos, todo esto sucede porque así lo han pedido, y Dios contesta sus oraciones. Las pruebas y los obstáculos son los métodos de disciplina que el Señor escoge y las condiciones que señala para el éxito. Dios, que lee los corazones como un libro abierto, conoce nuestro carácter mejor que nosotros mismos. Dios ve que algunos tienen facultades y aptitudes, que de estar bien dirigidas, pueden servir en el adelanto de la obra de Dios. Para ello, en su providencia los coloca en situaciones y circunstancias distintas, así surgen los defectos de carácter a relucir, que de otro modo, los habríamos ignorado a pesar de estar allí ocultos, en nuestro interior.
Nuestro Padre celestial hace todo esto para brindarnos la oportunidad de enmendar esos defectos de carácter, y de ese modo poder servirle mejor. El Señor permite a veces que el fuego de la aflicción nos alcance para poder “purificarnos”.
Ilustración: Cuando calentamos el hierro al fuego, su estructura molecular cambia por efecto de la temperatura. En ese momento es cuando se lo sumerge en agua, que fija esa nueva forma de las moléculas por causa del fuego. Es así como de un vulgar trozo de hierro se obtiene el mejor y más duro y resistente acero.
El hecho de ser llamados a soportar pruebas demuestra que nuestro Señor Jesús ve en nosotros algo precioso que quiere desarrollar. Si no viera en nosotros nada con que glorificar su nombre, no perdería tiempo en refinarnos. Dios es demasiado sabio como para echar piedras inútiles en su hornillo. Lo que el Señor refina es mineral precioso. El oro debe ser “quemado” para separarlo de la escoria con la que viene mezclado de las minas.
Volviendo al ejemplo anterior, aunque ahora ya no se estila encontrar herreros, había una costumbre entre los de ese oficio. Cuando querían saber qué clase de hierro tenían delante, o qué calidad de acero debían trabajar, lo ponían a fuego fuerte. De igual modo, el Señor permite que sus escogidos pasen por el horno de la aflicción para probar su carácter y saber si pueden ser amoldados a su obra.
Antes de que el alfarero pueda hacer una vasija, esa arcilla no viene de la nada. El alfarero la toma, la mezcla con agua, la amasa, la trabaja, la despedaza y la vuelve a amasar. La humedece y la deja secar. Es un proceso duro, pero el resultado final es una masa maleable, fina, lista para trabajarla en el torno y hacer una vasija, como en Jeremías capítulo 18:1 – 6. Después se deja secar al sol y se cuece en el horno. Sólo después de ese largo, arduo y complejo proceso, se obtiene una vasija útil. Dios desea amoldarnos, modelarnos y formarnos, no importa el tiempo que estemos en la iglesia. Tal como la arcilla está en las manos del alfarero, nosotros estamos en las manos divinas.
No debemos intentar hacer la obra del alfarero. Sólo nos corresponde someternos a que el divino artífice nos forme. No somos más sabios que nuestro Creador. En 1ª Pedro 4:12, 13 leemos lo siguiente:
12 Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que en medio de vosotros ha venido para probaros, como si alguna cosa extraña os estuviera aconteciendo; 13 antes bien, en la medida en que compartís los padecimientos de Cristo, regocijaos, para que también en la revelación de su gloria os regocijéis con gran alegría.
Muchos están descontentos de su vocación, ya sea la de ama de casa, desempeñar un oficio, o quizás algún cargo de iglesia. Tal vez esas personas no congenien con lo que los rodea. Puede ser que algún trabajo vulgar consuma su tiempo mientras se creen capaces de más altas responsabilidades; muchas veces les parece que sus esfuerzos no son apreciados o que son estériles e incierto su porvenir. No ven el futuro nada claro en esto o aquello, o quizás todo el futuro.
Recordemos que aun cuando el trabajo que nos toque hacer no sea tal vez el de nuestra elección, debemos aceptarlo como escogido por Dios para nosotros. Gústenos o no, hemos de cumplir el deber que más a mano tenemos. Recordemos Eclesiastés 9:10: “Todo lo que te venga a mano para hacer, hazlo según tus fuerzas, porque en el seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo ni ciencia ni sabiduría.
Si el Señor desea que vayamos a Nínive a dar un mensaje, no le agradará que vayamos a Jope o a Capernaúm. Sus razones tiene para enviarnos allí donde nuestros pies han sido encaminados. No importa donde estés, donde trabajes, donde te hayan llevado, trasladado, o puesto el cargo. Allí mismo está alguien que necesita la ayuda que podemos darle. Dios envió a Felipe al eunuco etíope, y no a Pedro o a Pablo o Juan. Dios envió a Pedro al Centurión romano, y no a Santiago, ni a Andrés. La pequeña israelita acudió en auxilio de Naamán por el hecho de ser esclava allí donde estaba. El mismo Dios envía hoy, como representantes suyos a hombres, mujeres y jóvenes para que vayan a los que necesitan ayuda y dirección divinas.

Los planes de Dios son los mejores.

Nuestros planes no siempre coinciden con los de Dios. Puede suceder que Él vea que lo mejor para nosotros y para su causa consiste en desechar nuestras mejores intenciones, como en el caso de David, que quiso edificar el templo. Pero podemos estar seguros de que bendecirá y empleará en el adelanto de su causa a quienes se dediquen sinceramente, con todo lo que tienen, a la gloria de Dios. Si Él ve que es mejor no acceder a los deseos de sus siervos, compensará su negativa concediéndoles señales de su amor y encomendándoles otro servicio.
En su amante cuidado e interés por nosotros, muchas veces Aquel que nos comprende mejor de lo que nos comprendemos a nosotros mismos, se niega a permitirnos que procuremos con egoísmo la satisfacción de nuestra ambición. ¿No hacemos nosotros lo mismo con nuestros hijos para educarlos? Dios no permite que pasemos por algo los deberes sencillos pero sagrados que tenemos más a mano. Muchas veces estos deberes entrañan la verdadera preparación indispensable para una obra superior. Muchas veces nuestros planes fracasan para que los de Dios respecto a nosotros tengan éxito.
Nunca se nos exige que hagamos un verdadero sacrificio por Dios. Es cierto que Dios nos pide que le cedamos muchas cosas, sin embargo, nos daríamos cuenta de que sólo nos despojamos de aquellas cosas que nos impiden avanzar hacia el cielo. Incluso cuando nos pide renunciar a cosas que son buenas en sí mismas, podemos estar seguros de que Dios nos prepara algún bien superior.
Debemos tener fe y confiar. En la vida futura se aclararán los misterios que aquí nos han preocupado y a veces chasqueado. Allí veremos que las oraciones que parecían ser desatendidas, y las esperanzas que entendíamos como defraudadas, sin embargo estaban entre nuestras mayores bendiciones.
Debemos considerar todo deber, por muy humilde que sea, como sagrado por ser parte del servicio de Dios. Nuestra oración cotidiana debería ser: “Señor, ayúdame a hacer lo mejor que pueda. Enséñame a hacer mejor mi trabajo. Dame energía y alegría. Ayúdame a compartir en mi servicio el amante ministerio del Salvador”.
Que esa sea nuestra oración. Amén.
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