Jesús el “Profesional” I - (Jesucristo 10 de 11)

Introducción.

Cristo tenía que ser humano para poder representar a la raza humana como Pontífice o Sumo Sacerdote. Por otro lado, al hacerse humano, podía alcanzar a aquellos que estamos separados de Dios por culpa del pecado, incluso los más degradados. Haciéndose humano, Cristo pudo morir y de ese modo, ofrecer su vida en lugar de la nuestra, y pagar por el pecado para liberarnos de la muerte eterna. Como hombre nos dejó ejemplo de cómo vivir. De no haber sido hombre, sería un ejemplo no válido por no estar en igualdad de condiciones. Hoy vamos a tratar más motivos por los que Cristo se hizo hombre, y qué oficios desempeñó entre nosotros.

Para velar la divinidad con la humanidad.

Cristo tuvo que velar, es decir, cubrir su divinidad con el ropaje de la humanidad, dejando a un lado su gloria y majestad celestial, con el fin de que los pecadores pudiesen existir en su presencia sin ser destruidos. En Éxodo 19:21 así instruyó Dios a Moisés: “Desciende, advierte al pueblo, no sean que crucen los límites para ver al Señor y perezcan muchos de ellos”. El mero hecho de estar en presencia de Dios, en nuestro actual estado pecaminoso, nos supondría la muerte inmediata, debido a la grandísima gloria de Dios. Por eso el Verbo tuvo que hacerse hombre, revestirse de humanidad, para que pudiésemos soportar su presencia. Por eso, aunque era igual a Dios, no lo estimó como algo a qué aferrarse. Tomó entonces forma de siervo semejante a los hombres.

Para vivir victoriosamente.

La humanidad de Cristo nunca habría podido resistir por sí sola los poderosos engaños de Satanás. Logró vencer el pecado debido a que en él “habitaba corporalmente toda la plenitud de la deidad” (Colosenses 2:9). El hecho de haber confiado completamente en su Padre, su “poder divino combinado con la humanidad obtuvo una victoria infinita a favor del hombre” (E.G.W. “Temptation of Christ” Review and Herald, 13 de Octubre 1874, p. 1).
La experiencia que Cristo adquirió en cuanto a la vida victoriosa no es privilegio exclusivo suyo. No ejerció ningún poder que la humanidad no pueda ejercer. Nosotros también podemos ser “llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:19). Como vimos en el tema anterior, podemos ser participantes de la naturaleza divina, tal como dice el apóstol Pedro en 2 Pedro 1:4. Participando de Cristo, nosotros participamos de su divinidad, y así del mismo poder que le ayudó a vencer el pecado.
La clave para poder vivir esta experiencia, es la fe en las “preciosas y grandísimas promesas” de Dios en su Palabra. Por medio de esas promesas podemos llegar a ser participantes de la naturaleza divina”. Si aceptamos esas promesas y confiamos en que Dios las va a cumplir, efectivamente, las cumplirá y las experimentaremos. Cristo nos ofrece el mismo poder por el cual él venció, de modo que todos podamos obedecer fielmente y gozar de una vida victoriosa.
Jesucristo nos hace una promesa en Apocalipsis 3:21: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”.

Los Oficios de Cristo Jesús.

Los oficios de profeta, sacerdote y rey eran exclusivos y requerían en general un servicio de consagración por medio de la unción. La palabra Mesías, significa Ungido. El Mesías del que se profetizó en el Antiguo Testamento, debía cumplir con los tres cargos, el de rey, profeta y sacerdote. Por eso se le llama el “Ungido” o Mesías.
Por un lado, Cristo realiza su obra como mediador entre Dios y nosotros, gracias a esa triple función de profeta, rey y sacerdote. Recordemos que Profeta es todo aquél que habla de parte de otra persona, como vimos en la primera creencia fundamental. Cristo como Profeta, proclamaba ante nosotros la voluntad de Dios, nos la daba a conocer. El sacerdote tiene la función representativa, es decir, representa a alguien frente a otra persona. Cristo es nuestro sacerdote, representándonos delante del Padre, y viceversa. Por último, Cristo como Rey, ejerce la bondadosa autoridad de Dios sobre su pueblo.

Cristo el Profeta.

Dios reveló a Moisés el carácter profético del Mesías venidero. Le anunció en Deuteronomio 18:18 “Les levantaré un profeta de entre sus hermanos, y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mande”. De hecho, los contemporáneos de Cristo reconocieron el cumplimiento de esta profecía, por ejemplo en Juan 6:14 “Entonces, cuando los hombres vieron la señal que Jesús había hecho, decían: --¡Verdaderamente, éste es el profeta que ha de venir al mundo!”. En Juan 7:40 vemos una afirmación parecida: “Entonces, cuando algunos de la multitud oyeron estas palabras, decían: "¡Verdaderamente, éste es el profeta!".
Jesús mismo se describió como profeta, lo podemos leer en Lucas 13:33 donde dice: “es necesario que hoy y mañana y pasado mañana siga mi camino, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén”, haciendo referencia a sí mismo. Otra función de un profeta es revelar el futuro, y Cristo así lo hizo en Mateo 24, por ejemplo.
Antes de su encarnación, Cristo llenó a los escritores bíblicos de su Espíritu, y les dio profecías relativas a sus sufrimientos y las glorias que habían de venir. Esto lo podemos leer e 1 Pedro 1:11: “Ellos escudriñaban para ver qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, quien predijo las aflicciones que habían de venir a Cristo y las glorias después de ellas”. Aún después de la ascensión, continuó revelándose a su pueblo. Se mostró a Pablo, cuando le llamó, y años posteriores, le reveló a Juan el Apocalipsis. La escritura especifica que aún años muy posteriores, Dios tendría un pequeño pueblo, un resto o remanente que le sería fiel. Esto lo encontramos en Apocalipsis 12:17, donde leemos que el dragón, o Satanás, “se enfureció contra la mujer, y salió para hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús”. En lenguaje profético, “mujer” significa “iglesia”, así que en este texto estamos leyendo que el resto fiel de la iglesia tiene dos características, la primera es que guarda los mandamientos de Dios, y la segunda es que tiene el “testimonio de Jesús”. Según Apocalipsis 19:10 “el testimonio de Jesús es el Espíritu de la Profecía”. Cristo se ha estado revelando después de su ascensión a los cielos, aunque esto lo tocaremos más adelante.

Cristo el Sacerdote.

Otra función de Cristo es la de Sacerdote. El sacerdocio del Mesías había sido predicho con juramento divino. Lo podemos leer en Salmo 110:4: “El SEÑOR ha jurado y no se retractará: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”. En lo que al sacerdocio se refiere, el oficio se heredaba de padres a hijos. Pero la misma decisión de que Aarón fuese sacerdote, la tomó Dios, al igual que Melquisedec, contemporáneo de Abraham. Sólo Dios estableció su sacerdocio. De igual manera, el Mesías sería sacerdote por mandato divino, y no por herencia alguna. A eso se refiere el texto de Hebreos 5:6 cuando afirma “tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”, esto es según la orden divina. Por otro lado, el sacerdocio de Cristo tenía dos fases, una terrenal y otra celestial.

El sacerdocio terrenal.

El oficio del sacerdote junto al altar de los sacrificios en el antiguo santuario, señalaba y mostraba cuál era el ministerio terrenal de Jesús. El Salvador cumplía perfectamente todos los requisitos necesarios para el oficio de sacerdote: Era hombre, perfectamente hombre, y además había sido “llamado por Dios”. Actuaba, “en lo que a Dios se refiere”, cumpliendo la tarea especial de ofrecer “ofrendas y sacrificios por los pecados” (Hebreos 5:1, 4, 10).
Dicho de otro modo, la tarea del sacerdote era reconciliar con Dios a los penitentes, a aquellos que se arrepentían de sus faltas, a través del sistema de sacrificios establecido en el templo. Todo ese sistema de sacrificios era una representación de algo que tenía que acontecer en el futuro, una provisión por todos nuestros pecados.
Los sacrificios se mantenían de forma continua y diaria, representando así la perenne disponibilidad del perdón. Todo aquello señalaba al sacrificio de Cristo, que ocurrió una única vez y para siempre, no obstante, el perdón está al alcance de todos de forma constante, y no sólo aquél día en que nuestro Salvador murió en el Calvario. Eso es lo que significa el sacrificio continuo.
Claro está que aquellos sacrificios no eran suficientes para perdonar realmente los pecados. Además de no quitar realmente la culpa, asunto que sólo cumple la muerte de Cristo, hay otro motivo más por el que no eran suficientes. Los sacrificios no podían perfeccionar al penitente, al que acudía arrepentido, ni tampoco podían producir una conciencia clara en la persona. Así lo leemos en Hebreos 1:1―2: “Nunca puede, por los mismos sacrificios que ellos ofrecen continuamente año tras año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera, ¿no habrían cesado de ofrecerse, ya que los adoradores, una vez purificados, no tendrían ya más conciencia de pecado?” Finalmente en el versículo 4 leemos: “Porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados”. Acertadamente en Hebreos 9:9 se nos explica el significado de todo esto: “Lo cual es un símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto en su conciencia al que practica ese culto”. Aunque en este texto se insiste en la idea de que no se puede perfeccionar una conciencia, es decir, calmarla, acallarla, se indica que el motivo es porque son símbolos del “tiempo presente”, habla un contemporáneo de Jesús. Es decir, no tiene efectividad porque sólo es una figura o sombra o símbolo de aquello que sí es realmente efectivo, el sacrificio de Cristo. Eran sombra de cosas mejores que estaban por venir. El Antiguo Testamento anunciaba que el Mesías debía tomar el lugar de esos sacrificios de animales, lo encontramos en Salmo 40:6―8, palabras que repite el autor de Hebreos, en Hebreos 10:5―9. Leemos el versículo 5 solamente: “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo”. Todos estos sacrificios, entonces, señalaban a los sufrimientos de Cristo en nuestro lugar, así como su muerte por nosotros, al igual que aquellos animales morían simbólicamente en lugar del pecador arrepentido. Por eso el Mesías, Cristo, es nuestro Salvador, nos salva de lo que merecemos, poniéndose en nuestro lugar.
Durante su ministerio terrenal Jesús fue a la vez, Sacerdote y Ofrenda. Su muerte en la cruz fue parte de su obra sacerdotal, no la única. Después de su sacrificio en el Calvario, venía la segunda parte, su sacerdocio celestial. Pero esto lo veremos en el próximo tema.

Resumen.

Hoy hemos visto que Cristo se tuvo que encarnar para velar su divinidad, y así poder estar entre nosotros y preservar nuestra vida. Por otro lado, de haber dejado sola la humanidad de Cristo, no habría podido resistir las tentaciones y habría caído, por eso fue necesario que lo divino se vistiese de humano. Además, de ese mismo modo nos puede hacer a nosotros participantes de la naturaleza divina y vencer igualmente el pecado.
Hemos empezado a ver los oficios de Jesús. Como Profeta, por cuanto reveló la voluntad del Padre a los hombres, como sacerdote, en dos fases, su ministerio en la tierra y ministerio celestial.
El próximo tema veremos el ministerio celestial de Cristo y su función como Rey. ¡Feliz Sábado!
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