El Héroe prometido (Jesucristo 1 de 11)


Introducción.

Todos hablan de héroes, héroes del celuloide, héroes de papel y cartón héroes que son anunciados y que la gente está deseando ver en la gran pantalla. Héroes al fin y al cabo, pero de ficción. Hace miles de años no existía el cine ni la industria del entretenimiento como hoy, y los problemas eran mucho más reales y cotidianos. Necesitaban un Héroe que les ayudase en sus muchas dificultades diarias. Y fue prometido un Héroe (con mayúsculas) que actuaría más allá de las coordenadas Espacio-Tiempo, un auténtico Súper Héroe, uno de verdad.

Dios el Hijo.

Cuando Israel estaba peregrinando en el desierto, de repente se vieron plagados de serpientes por todas partes. Serpientes cuya mordedura era mortal. Imaginémonos las serpientes escondidas en cualquier rincón de la tienda de campaña, bajo los faldones de las telas de la tienda, debajo de las perolas, introduciéndose bajo las mantas, o entre los juguetes de los niños. Las mordeduras eran dolorosas, y lo peor, eran mortales. El que era mordido por una serpiente, sabía que iba a morir en breve, lo cual hacía más angustioso el momento.
El pueblo corrió a Moisés buscando ayuda. En Números 21:7 y 9 encontramos la solución a esa desesperada situación. Después de que Moisés orase por el pueblo, dice el texto bíblico que “Moisés hizo una serpiente de bronce, y la puso sobre un asta; y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de bronce y vivía”.
En la Biblia, la serpiente es el símbolo de Lucifer, o Satanás, así lo vemos en Génesis 3 y Apocalipsis 12. Por lo tanto, entendemos que representa el pecado. Satanás se había introducido en el campamento, estaba haciendo de las suyas en medio del pueblo de Israel. Dios propone un remedio sorprendente. En vez de mirar a un cordero que estaba siendo sacrificado en el altar, símbolo del perdón por excelencia, indica a Moisés que sea una serpiente de bronce. ¡Qué raro que Dios quisiera representar a su Hijo en forma de serpiente! ¿No? La relación fue clarificada por el propio Jesucristo en Juan 3:14, cuando dijo: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna”. El apóstol Pablo lo explica un poco más en Romanos 8:3, cuando nos indica que Jesús fue hecho “en semejanza de carne de pecado” para ser levantado en la cruz del calvario.
Es decir, Jesús se hizo pecado, tomando sobre sí mismo todos los pecados de todo ser que haya vivido o vivirá hasta la segunda venida de Cristo. Pablo nos dice en 2 Corintios 5:21 que “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Al mirar a la cruz, nosotros, la humanidad que ha sido mordida por la serpiente del pecado, podemos tener esperanza, podemos encontrar vida. Cuando en el antiguo Israel se sufría una mordedura de serpiente, por fe, confiando en Dios, se miraba a aquella serpiente de bronce, para que aquel mal no tuviese efecto en el que recibía la mordedura, sino que Otro ser recibía la consecuencia de esa mordedura. A tal punto, que se convertía en serpiente. De igual modo, nosotros que tenemos la mordedura del pecado, miramos a la cruz del calvario, y Otro Santo Ser, recibe las consecuencias de mi pecado, la muerte, y yo a cambio, recibo la vida, una nueva oportunidad, siempre, confiando en Dios.
Surgen varias preguntas. ¿Cómo podría traer salvación a la humanidad la encarnación? ¿Qué efecto tuvo sobre el Hijo? ¿Cómo pudo Dios convertirse en ser humano, y por qué fue necesario? Iremos dando respuesta a estas preguntas en los próximos temas.

La encarnación: Predicciones y cumplimiento.

El plan que Dios desarrolló para rescatar a aquellos que se apartaban de él demuestra su amor de forma más que convincente. En Juan 3:16 leemos “porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su único Hijo, para que todo aquél que en él cree no se pierda, sino que viva para siempre”. En ese plan elaborado por Dios, según 1 Pedro 1:20, su Hijo fue “ya destinado desde antes de la fundación del mundo” para que fuese el sacrificio por el pecado, y ser así la esperanza para la raza humana. Cristo nos haría volver a Dios, y proveería liberación del pecado. ¿Cómo? El pecado es obra del diablo, y en 1 Juan 3:8 leemos que “para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo”. Así que deshaciendo lo que el diablo hace, deshace su poder sobre nosotros.
El pecado separó a nuestros primeros padres de la Fuente de la vida, y debería haber provocado la muerte de Adán y Eva de forma inmediata y fulminante. Pero teniendo en cuenta el plan de emergencia que Dios estableció mucho antes de siquiera crear al mundo y el ser humano, el propio Dios, en la persona del Hijo, se interpuso entre Adán y Eva y la justicia divina. De este modo se salva el abismo que se acababa de abrir. Adán y Eva acababan de ser destituidos de la vida, acababan de perder contacto con la Fuente de la Vida; se habían separado de ella. La consecuencia era lógica, la muerte. Pero esa separación, ese abismo fue salvado gracias al Hijo, a Jesucristo, al Verbo del que habla Juan en su evangelio. Ya desde ese momento, la gracia de Dios, su buena voluntad impidió que la muerte fuese inmediata, y les aseguró la salvación. Pero no era lo único que tendría que hacer el Hijo. Tendría que llegar a ser hombre como nosotros para poder restaurarnos de forma plena, no sólo mantener “provisionalmente” las cosas.
Tan pronto como pecaron, Dios prometió poner enemistad entre nosotros y la serpiente, el mal. Esto se encuentra en Génesis 3:15, lo que se llama el “protoevangelio”, la primera profecía acerca del Mesías. En este texto, que dice “pondré enemistad entre ti (la serpiente) y la mujer, entre tu simiente y la simiente de ella”. La serpiente y su simiente hace una clara referencia a Satanás y sus seguidores. La mujer y su simiente simbolizan al pueblo de Dios y al Salvador del mundo. Además de ser la primera profecía acerca del Mesías, también indica la victoria del bien sobre el mal, cuando indica que la simiente de la mujer, es decir, su Descendiente, el Mesías, aplastará la cabeza de la serpiente, y que la serpiente no será capaz más que de herir el talón del Mesías. Es una victoria, pero dolorosa. Nadie saldrá sin daño del conflicto.
Desde ese mismo momento, ya existía esperanza. Los seres humanos ya aguardaban la venida de ese Mesías, del Prometido por Dios, el que Hageo llama en Hageo 2:7 “el Deseado de todas las Gentes”. Comienza la búsqueda y la identificación del Mesías, para saber quién es y cuándo vendría. En el Antiguo Testamento se dan suficientes profecías y datos que indican que cuando viniese, habría evidencia abundante que confirmaría su identidad.
Una dramatización profética de la salvación.
Inmediatamente después de la caída de Adán y Eva en pecado, Dios instituyó sacrificios de animales para que el hombre tuviese fresca en su mente la imagen cruenta de un Salvador que tendría que morir en su lugar. Además de ver la gravedad del pecado, estaba viendo de forma didáctica el medio que Dios usaría para eliminar el pecado del mundo.
La paga o la consecuencia del pecado es la muerte, así lo dice Pablo en Romanos 6:23. Así que la raza humana se vio en peligro de muerte y de extinción. La ley de Dios demanda la vida del pecador. Pero en su amor infinito Dios entregó a su Hijo “para que todo aquél que en el cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna”. Esto es un acto de condescendencia por parte de Dios, e inmerecido por el ser humano. Eso es lo que en la Biblia se llama “Gracia divina”. Dios el Hijo pagó de forma vicaria, es decir, sustitutoria, la pena de muerte que recaía sobre el ser humano. Lo hizo por voluntad propia. De este modo proveía perdón para el ser humano, y una vez perdonado, poder ser reconciliado de nuevo con Dios.
Después del Éxodo en Egipto, los sacrificios se empezaron a realizar de forma sistemática en un santuario en forma de enorme tienda de campaña. Era un pacto entre Dios y su pueblo. A Moisés le fue mostrado un santuario que hay en los cielos, para que edificase uno a escala en este mundo. Esto está recogido en Éxodo 25:8, 9, 40. Pablo lo confirma en Hebreos 8:1 ― 5, donde leemos “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Él es ministro del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor y no el hombre. Todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios, por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer. Así que, si estuviera sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes que presentan las ofrendas según la Ley. Estos sirven a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el Tabernáculo, diciéndole: “Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte”.
Para recibir el perdón, el pecador arrepentido debía llevar un animal para sacrificarlo. Este animal debía ser perfecto, sin defecto alguno. Esto era así porque representaba al Salvador del mundo, quien está exento de pecado y defecto. El pecador entonces colocaba su mano sobre la cabeza del animal inocente y confesaba sus pecados. De este modo se simbolizaba la transferencia de los pecados del ser humano culpable sobre la víctima inocente. De este modo se veía claramente la naturaleza sustitutiva del sacrificio.
Yendo aún más allá. En Hebreos 9:22 leemos “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” o perdón de pecados. Así que para que el pecado fuese perdonado, el pecador mataba a continuación al animal, para que muriese en su lugar a causa de esos pecados confesados. Con esto se ponía en evidencia la naturaleza mortal del pecado. No cabe duda que es una forma triste de ilustrar la esperanza, una manera desagradable de esperar el perdón y la vida, pero era el único medio a través del cual el pecador podía confiar en Dios, entendiendo que vendría un Sustituto de verdad, a morir como moría aquel cordero en el altar.
Después de esto entraba en acción el sacerdote para cumplir una serie de rituales que ahora no vamos a ver. Una vez concluido el ritual, el pecador quedaba exento de culpabilidad y recibía el perdón de los pecados por su fe en la muerte sustitutiva del Redentor prometido. El Nuevo Testamento reconoce que Jesucristo, el Hijo de Dios, es el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Así lo pregonaba Juan el Bautista en Juan 1:29.
En 1 Pedro 1:18―19 leemos: “Pues ya sabéis que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir (la cual recibisteis de vuestros padres) no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”. Es a través de la preciosa sangre de Cristo por lo que nosotros llegamos a tener redención del castigo eterno del pecado. Tenemos una nueva oportunidad.

Resumen.

Hoy hemos visto que el ser humano se metió en un gravísimo problema llamado pecado. De no haber sido porque Dios tenía un plan hecho desde antes de la creación, el ser humano habría perecido de forma inmediata. Pero gracias a ese plan de emergencia, Dios impidió esa muerte fulminante y eterna, dándole una nueva oportunidad al ser humano para que pudiese restaurar su relación con la Fuente de Vida, Dios mismo. Pero para ello debía alguien sustituir al hombre. Es ahí donde el Hijo de Dios se coloca en nuestro lugar, para sufrir lo que nosotros merecemos, y de ese modo nosotros seamos tratados como él merece. ¡Feliz sábado!
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